ATRACO
EN NÁPOLES
Llegué
como viajero
a
disfrutar de las bellezas portuarias
bajo
el sol de una tibia primavera,
recorrer
sus calles sin temor alguno,
mirar
su cielo y su amistoso mar,
sus
montañas adyacentes,
sus
terrazas y balcones florecidos,
aspirar
la suave brisa, los aromas,
comer
sus pizzas y degustar sus vinos,
dormir
con placidez, bien acunado,
entre
los brazos juveniles, cálidos,
de
una tierna bambina complaciente,
cosas
todas merecidas y buscadas
por
poetas sin rumbo y solitarios.
Así,
vagando una tarde sin afanes,
el
azar me presentó dos feas caras
al
doblar una esquina traicionera:
Los
bribones, descaradamente
acercaron
un 38 a mis pulmones,
con
cinco esferas ágiles de plomo,
mientras
sendos cuchillos dibujaban
caminos
de dolor en mi garganta.
–¡Llévense
todo pero no me hieran–
rugí
más espantado que arrogante,
–pues
siendo un simple colombiano,
sospechoso
por lo tanto para ustedes
de
hacerles muy sesuda competencia,
llegué
apenas a Nápoles antier
con
el fin de escuchar sus barcarolas,
arrebatarle
diez paisajes al Vesubio
y
unos cuantos arreboles a la tarde.