jueves, 28 de noviembre de 2013

Del libro "Poemas de mediopelo"



SOBRE MIS ACCIDENTES
Y ENFERMEDADES

Soy un hombre saludable y me encanta disfrutar
los placeres que la vida me presenta en el camino,
pero en mi larga existencia he padecido igualmente
accidentes y afecciones, que aunque no definitivos,
me acercaron al brumoso caserón de los fantasmas,
y a varias convalecencias.

De siete años no cumplidos fui atacado brutalmente
por un tifo fulminante y aguda peritonitis
que me pusieron al borde de un cementerio rural,
pese al tesón de mis padres y algunos buenos vecinos,
que se unieron solidarios, para evitar como fuera,
una tragedia mayor.

Esto dio por resultado, en mi frágil contextura,
un desaliento excesivo y el empeño irreversible
de rechazar los bocados que me daban los amigos,
el boticario y el cura, mis viejos y un policía.

Fueron ocho largos meses en los cuales practiqué
vacilante y precavido, mis nuevos primeros pasos,
con el apoyo irrestricto de la mano de mi madre,
que nunca se acoquinó por los proclives ataques
de mi precaria fortuna, villana y desobediente
en esa oportunidad.

Por ser alguien atrevido en pilatunas y riesgos
desde mis años primeros imité las aventuras
del Llanero Solitario, lanzándome de un barranco
para caer a horcajadas sobre mi hermoso caballo,
con tan infausta fortuna que el testículo derecho,
por la violencia del golpe quedó medio estrangulado.

Otro ejemplo favorito fue el intrépido Tarzán;
para emularlo, una vez me tiré desde un altillo
a lo profundo del charco en la quebrada de El Mion,
cuyas aguas transparentes eran tan frescas y limpias
como el manantial Urdar.

Pero la suerte traidora no quiso estar de mi parte
en ese acontecimiento, y me lanzó sin reparos
contra el filo de una roca, que se hallaba sumergida
en una esquina del charco;
mi testa quedó incrustada en la punta de la piedra,
como papaya madura o desnudo requesón.

Enrojecí la corriente, y aturdido por el golpe
quedé en manos de los primos, que siempre me acompañaban
en todas mis correrías, por ser compinches devotos
de tan locas aventuras, arriesgándose conmigo,
pese al furor de sus padres, como lo manda la hombría.

Más adelante en el tiempo, un sarampión galopante,
de aquellos que no permiten ni la menor esperanza,
llenó mi rostro y mi pecho de granos rojos y oscuros,
alta fiebre y dejadez, mientras pasaba las horas
en un cuarto feo y sucio, mirando lo que una tía
de rostro vinagre y necio, tuviera el gusto de hacer
para cuidarme sin prisa con sus manos de mandril.

Hablaré de otros asuntos, practicados en silencio
desde muy temprana edad, por carecer, ¡qué tristeza!,
del habitual complemento que todo varón requiere
en sus noches de pasión, mientras mi padre, implacable,
apoyándose en las fábulas del dueño de la farmacia
y unas cuantas solteronas adscritas al batallón
de la Divina Pureza, juraba diez y mil veces
que tales vicios pondrían cien fístulas en mis manos
y una piel de sietecueros, rugosa y descascarada,
sin que pudiera por eso librarme de los suplicios
que tiene Dios preparados para tales desafueros.

Huyendo de los terrores que dichas cosas infunden,
inicie labores nuevas en otras fincas de caña,
donde cansado, una noche resbalé sobre una paila
repleta de miel hirviendo, que me dejó sin respiro,
nervioso y medio tullido, mientras la carne caía
como papel mal pegado en una pared de tapia,
o talvez en las rendijas de algún cancel mal clavado.

En puro hueso y con riesgo de amputación rodillera,
estuve inservible un año, después de ser recluido
en el hospicio del pueblo, donde leí a Don Quijote
y conquisté la enfermera, que prestaba sus servicios
con fervor y mucho tacto, a pesar del poco sueldo
que pagaba el municipio en esos lejanos tiempos.

Tan pronto salí a la calle se me olvidaron sus besos,
brindados a borbotones en momentos de pasión,
no por ser varón ingrato, sino por esos prejuicios
que impone la sociedad en cuestiones amorosas
y toda clase de asuntos, cuando se habla en sotto voce
del dinero y de la edad.

Luego fueron las parótidas, inflamadas hasta el tope,
mejor dicho, las paperas, donde el azar, oportuno,
no dejó pasar el virus a las partes inferiores,
como sucede a menudo con muchos desorientados,
que se imaginan inmunes a cualquier padecimiento
o a traiciones y accidentes que son eventos comunes
en el diario acontecer.

Merced a la diligencia de mi demonio interior,
les confieso de una vez lo que también sucedió:
Engendré sin gran esfuerzo dos hijas sanas y bellas,
en dos mujeres distintas que hace tiempo fallecieron,
y ayudé a bastantes damas con mis besos y caricias
a que fueran muy felices cuando conmigo perdieron
el bien de su castidad.

El tifo llegó de nuevo con tres duros paludismos,
adquiridos en las costas del Pacífico chocoano,
mientras andaba en labores de pesca y agricultura
en esa tierra de ensueño, que pasa por mi memoria
como gaviota extraviada hacia el blanco porvenir.

Debo agregar la hepatitis y un lipoma en la cabeza,
sin contar las cirugías que me fueron practicadas
en tres oportunidades, además de lo que llaman
almorranas o hemorroides, un tormento tan horrible
que no me atrevo pensarlo para el peor enemigo,
a no ser que lo disfrute por gustos particulares
que no me atrevo decir.

La lista sería muy larga, porque el asunto no para
en lo dicho anteriormente; apenas voy a nombrar
el Premio de Apendicitis, que me otorgó con honores
el Hospital de San Blas, donde fui a parar un día
cuando viví en Bogotá, reforzado en este caso
por otra peritonitis como mención especial.

Después llegó la factura por un millón ochocientos
setenta y siete mil pesos, para el segundo lugar,
cantidad que conseguí con un amigo importante,
que llevaba en sus bolsillos tarjetas, cheques y plata,
no por ser un emergente sino astuto comerciante,
en Antioquia y otros sitios que se me van de la mente
cuando los quiero nombrar.

Es imposible que acabe esta saga hospitalaria
sin mencionar de pasada la próstata que perdí,
lo cual me dio de por vida cierto grado de impotencia,
pues en muchas ocasiones cuando busco la erección,
el pimpollo no responde como lo anhela su dueña,
aunque mal no me defiendo en los campos del amor.

De plano nunca me arredro por estos pequeños males,
pues conozco situaciones de consecuencias mayores,
como aquella de un amigo que lo dejó su mujer
cuando la pilló desnuda con un amante más joven,
poniendo como disculpa la sospecha que tenía
de que él era homosexual, según le contó una amiga
que lo vio tomando el Metro después de besar un hombre
en la estación San Javier.

Como bien dije al principio: soy persona saludable,
sin llagas ni otras dolencias que puedan llevarme al fin
de mi sufrida existencia en años, meses o días,
salvo síntomas menores como el narrado hace poco,
que no entorpecen mis noches de amor o tertulia vana,
aunque estén involucrados con síntomas de vejez.

Y así pretendo seguir mientras la Gran Anfitriona,
que trabaja sin descanso en las distintas regiones
de esta maltrecha nación, no me de espárragos fritos
diciendo que son el plato preferido de los muertos,
porque muchos parroquianos lo disfrutan diariamente
con trago y con balaceras que sirven de aperitivo
en los amplios comedores que alimentan el país.