viernes, 21 de marzo de 2014

Del libro "Poemas escandinavos"



EGIR Y RAN

Egir, además de Niörd y Mimir,
era otra de las deidades marinas
que el Norte admitía como rey
de las profundidades acuáticas
(mar costero y primitivo océano).

Lo mismo que sus dos hermanos,
procedía de un género de dioses
distinto a los esir, los elfos y los vanas,
los gigantes y hasta los enanos,
aunque sí considerado omnipotente
en sus vastos dominios movedizos.

Aquietaba o provocaba tempestades,
y era visto como un anciano adusto
de larga cabellera y barba plateada.
Con sus dedos convulsos agarraba
lo que tuviera al alcance de la mano;
solía perseguir lanchas y esquifes,
y otras embarcaciones que arrastraba
hasta el fondo con fruición perversa.

Casado con su hermana Ran
(codiciosa y despiadada como él),
cuyo diabólico juego consistía
en esconderse cerca de las rocas
para devorar los marinos que salvaba
de los barcos hundidos por su hermano.

Los náufragos perdidos en el mar
la veían como diosa de la Muerte,
y en tierra creían que agasajaba
los navegantes que morían en él
llevándolos a su mansión acuática
para darles, entre peces y corales,
porciones de aguamiel tan abundante
como en las festividades de Valhalla.

Era conocida como Llama del Mar
por su pasión hacia el brillante oro,
y orlaba los palacios de su esposo
con el reflejo de las olas que azotaba.

Los marinos nórdicos llevaban
un poco del metal siempre con ellos,
para conjurar peligros imprevistos
en sus constantes y azarosos viajes
por las líquidas mesetas boreales.

Del libro "Poemas escandinavos"



EL MÁS ALLÁ

La diosa de la Muerte no era mala
con aquellos inocentes que albergaba
a través de su dicha negativa.
Pero las tribus del Norte le temían
al visitar su lúgubre morada,
si sus almas no eran puras y valientes.

Preferían herirse con su lanza,
arrojarse a precipicios o quemarse vivas
antes que aceptar una muerte vergonzosa.
Las mujeres, imitando a sus esposos,
se lanzaban desde las altas rocas
o contra los aceros recibidos en sus bodas,
para ser incineradas junto a ellos.

Los espíritus ya libres oficiaban
en la gloriosa morada de los dioses,
mientras los horrores aguardaban
a quienes siempre habían llevado
una existencia cobarde o delictiva.

Dispersos por los sitios terrenales
donde moraban los cuerpos insepultos,
navegaban por corrientes venenosas
hasta una cueva repleta de serpientes
cuyas fauces giraban hacia ellos.
Cuando la mayor dejaba de roer
las raíces del árbol Yggdrasil,
empezaba a quebrantar sus huesos.
Tras penosas y lentas agonías
eran depositados en el gran caldero
negro y bullente de las profundidades.

Algunos regresaban hasta aquellos
cuyos pesares o goces conocían.
Fue el caso de un amante fallecido
que imploró de su amada una sonrisa
para que el ataúd donde se hallaba
pareciera de rosas no de espinas,
regado con sus lágrimas de amor
y sin gotas de sangre coaguladas.

En épocas de hambre y pestilencia,
cuando todo se hallaba despoblado,
Hel salía a recorrer la Tierra
sobre un caballo blanco de tres patas.
Pero los vivos afirmaban que la diosa
no montaba un corcel sino una escoba
dada por la tribu de los enanos negros.