NINGÚN
POEMA
Siento
asco, impotencia y tanta rabia
que
no quiero escribir ningún poema
sino
decir lo que hallé sin proponerme
en
un tratado de ciencias brujeriles,
para
que los seres sensibles que aún quedan
recuerden
y se asombren con horror
ante
las prácticas perversas y asesinas
de
la crueldad y vesania de unos hombres
supuestamente
nimbados por la santidad,
que
demostraron hasta dónde puede irse
con
una religión misógina y cobarde,
por
los caminos de lo abominable.
Si
existe un medio de aplacar a Dios,
infundir
temor y obtener sus bendiciones
para
ciertas personas, castigando a otras,
y
evitar que el contagio se generalice
aumentando
el número de malhechores,
ese
medio consiste en torturar las brujas
con
el máximo rigor que sea posible.
La
tortura comenzaba así:
El verdugo la maniató,
le cortó el pelo, la
colocó en el potro,
le vertió alcohol sobre
la cabeza
y prendió fuego para
quemarle la raíz;
le puso tiras de azufre
en las axilas
y en el cuello, para
quemar de nuevo.
Le sujetó las manos a
la espalda
y tiró de ellas hasta
tocar el techo;
la dejó colgada más de
cuatro horas
mientras salía a tomar su
desayuno.
Al regresar roció la
espalda con alcohol
y también le prendió
fuego,
le ató grandes pesos en
el tronco
y volvió a tirar hasta
el techo;
la llevó de nuevo al
potro
y le puso planchas de
púas afiladas,
adheridas fuertemente
al cuerpo.
Otra vez la subió al
techo,
le apretó los pulgares
fuertemente
y el dedo gordo con las
empulgueras,
sujetándole las manos
con un palo.
La tuvo en esa posición,
colgada
por más de un cuarto de
hora,
y cuando la mujer se
desmayó,
le apretó las piernas
con sendos tornos,
alternando el tormento
con interrogatorios
y la azotó con un
látigo de cuero sin curtir
hasta dejarla
totalmente ensangrentada.
Volvió a colocarle las
empulgueras
y la ató al potro,
desde las diez de la mañana
hasta la una p. m.,
mientras salía a comer
con los jefes del
siniestro Tribunal.
En la tarde llegaron
otros funcionarios
diciendo que no
aprobaban tales métodos,
pero volvieron a
azotarla brutalmente.
Y así terminó su primer
día de tortura.
Antes de continuar con
los tormentos,
a la mañana siguiente la
amenazaron
con llevarla hacia la
siniestra cámara
para que apreciara a
qué se sometía
si negaba la confesión
de sus pecados.
El verdugo le explicó
los instrumentos
mientras la ataba al
potro, ya desnuda,
y tensaba las cuerdas
lentamente
hasta sentirle dislocar
los huesos.
Al no confesar ni
aportar cómplices
se procedía de largo
hasta el final
con instrumentos como
la garrucha,
destinada a desquiciar
los miembros.
Después continuaba la
inmersión
en agua hirviendo con
bastante cal,
silla de hierro,
caballo de madera,
que calentaban
progresivamente;
borceguíes, botas de
metal o cuero
donde vertían plomo
derretido,
y desgarraban su carne
con tenazas,
previamente calentadas
en el fuego.
Hoy,
los dueños de semejantes crímenes,
rasgan
sus vestiduras reclamando al cielo
cuando
alguien los pone en evidencia,
aduciendo
calumnias y blasfemias,
al
tiempo que arrecian contra todos
a
través de la censura y de sus áulicos,
dispuestos
a barrer con su sevicia
todo
signo de entereza personal.
Con
razón los asesinos de este mundo,
cuando
quieren cometer sus fechorías
declaran
que Dios está con ellos,
duerme
con ellos y con ellos se levanta.
Serán
siempre sometidas las mujeres
mientras
su corazón no rompa el cerco
de
la tenebrosa férula eclesiástica,
abandonando
definitiva y totalmente
esas
cavernas habitadas por el odio,
portadoras,
además, y sobro todo,
de
una peste hipócrita y mortífera
que
carcome el cerebro de los débiles,
para
eterno infortunio del espíritu,
vergüenza
de intelectos luminosos
y
asqueroso bienestar de la barbarie.