OLAFO
Qué
habría sido de mí sin tu presencia.
Qué
insípidos los años, los meses y los días.
Cuánta
soledad si no hubieras compartido
tus
excursiones a Italia, con una semana
de
saqueo en Roma y una escala en París
para
beber y hacer bellaquerías.
¡Siempre
soñaste con arrasar a Europa!
Holanda
fue tu víctima inocente.
Irlanda
sufrió el golpe de tu maza.
Suiza
no escapó de tu barbarie.
A
Inglaterra la invadiste muchas veces
como
a tantos otros lugares.
En
Asia llegaste al país de las serpientes
que
danzan al silbo de la flauta,
a
la tierra donde el clima
conserva
la carne y las verduras
aun
en el verano,
al
pueblo donde las mujeres saben
el
secreto de los siete velos,
a
las islas donde ofrecen guirnaldas al turista.
Buscaste
las esquinas del planeta
convencido
de que el mundo era una mesa
repleta
de manjares y de vinos.
Luchaste
fiera y decididamente
contra
el basilisco,
ganando
confianza y gratitud
de
algunas de tus víctimas.
Por
la flor del olvido Aura Lotus,
en
Idalandia, país del no retorno,
contra
el terrible Horacio,
el
más duro de todos los guerreros.
Recuerdo
como si fuera ahora
esas
batallas junto a los castillos,
con
catapultas bajo nubes de flechas
que
dejaban tu escudo perforado,
las
enormes calderas de agua hirviendo,
o
de aceite,
derramadas
sobre tus ejércitos.
Jamás
olvidaré cuando exponías el pellejo
cuerpo
a cuerpo contra temibles matones,
aun
a riesgo de ser estrangulado
o
romperte alguno de tus huesos.
En
tu velera nave –como dice La Odisea–
zarpabas
con tus valientes muchachos
decididos
a todo
mientras
no fuera posible lo contrario.
Un
sentido de orientación particular
y
una sed insaciable de pillaje
guiaron
tus constantes aventuras
por
mares, bosques, desiertos
o
azarosos precipicios,
confiando
en que el whisky y la cerveza
serían
amuletos contra la desgracia.
Tus
compinches robaban al vencido
mujeres
y otras minucias,
mientras
tú, con pragmática filosofía
raptabas
al cocinero.
Jurabas
que la madera flotaría
hasta
morir los astros en el cielo,
que
el futuro sabría de tus guerras,
honores
y conquistas
por
los sedosos brocados,
bebidas
y quesos deliciosos
que
forzosamente compartías
con
el recaudador de impuestos.
Defendiste
la gula y la pachanga
como
cualquier sinvergüenza.
Cuando
la suerte no te acompañaba
presionabas
los hechos exigiendo vales
pagaderos
en la próxima invasión.
Negaste
ternura a tu consorte Helga
pero
fuiste generoso en ofrecerle trabajo.
A
Hamlet, joven de baño diario,
lectura
sin descanso,
partidario
de hacerse motilar,
no
lograste comprenderlo.
Astrid,
que a sus dieciséis años
continuaba
soltera,
a
pesar de tantos pretendientes
y
la duda entre ser ama de casa o guerrera,
esperó
más atención de parte tuya.
Chiripa,
primero como segundo de a bordo,
el
idiota más afortunad de la historia,
mano
derecha en todos tus aprietos,
jamás
explicó por qué era zurdo.
El
doctor Zocotroco, autoridad sin réplica,
inspirado
consejero, creador de la sala de espera
y
famoso en todo el mundo
por
sus aportes a la ciencia médica.
Siripo,
inteligente y leal,
portador
de las mejores cualidades caninas
en
la península escandinava.
Lucio,
caballero nacido a media noche
en
la edad del oscurantismo,
gobernante
de la Selva Negra.
El
viejo barco,
sin
el cual no habrías sido ni bracero
en
el más humilde de los puertos nórdicos.
Tu
joven tripulación:
Uno para todos y todos
para uno
decías
en los momentos cruciales,
siempre
que ese Uno fueras tú.
Menos
mal que Dios en su infinita sabiduría
dio
a la pobre Helga ideas para el desquite:
Cuando
el Sol de verano se posaba
en
la montaña de Thor
y
la excitación hacía presa de la gente,
ansiosa
por observar la proeza,
cada
14 de julio,
ella,
refregando tus espaldas
te
dejaba más limpio que la brisa
y
más lustroso que los cerdos,
o
te hacía dormir a la intemperie
después
de tus enormes francachelas.
Aunque
no aprendiste a leer
fueron
suficientes saco, escudo y maza,
hacha,
lanza y espada para tus desvaríos,
sin
descartar los cuernos que nunca te faltaron.
Cuando
dijiste a Hamlet
que
En tiempo de los apóstoles
había unos bárbaros
que se subían a los
árboles
para matar los pájaros,
muchos
pensaron
que
además de analfabeto eras bruto.
¡Yo
nunca estuve de acuerdo!
Con
ello demostrabas
tu
refinada calidad poética.
Leí
acerca de tu ancestro lapón y finés,
de
tus fonemas derivados de las Runas,
de
la pasmosa habilidad
que
tenías para el comercio,
lo
mismo que otras muchas cualidades
de
tu vida y circunstancias.
Dejo,
sin embargo, a la posteridad
la
reseña de tus viajes y diabluras
en
el recuerdo de aquellos que vivimos
con
humor y buena voluntad,
hasta
el día en que la Gran Recaudadora
llegue
a cobrar con su guadaña
el
más temido de todos los impuestos.