sábado, 28 de abril de 2012

Del libro "El cofre del pirata"


OLAFO

Qué habría sido de mí sin tu presencia.
Qué insípidos los años, los meses y los días.
Cuánta soledad si no hubieras compartido
tus excursiones a Italia, con una semana
de saqueo en Roma y una escala en París
para beber y hacer bellaquerías.

¡Siempre soñaste con arrasar a Europa!

Holanda fue tu víctima inocente.
Irlanda sufrió el golpe de tu maza.
Suiza no escapó de tu barbarie.
A Inglaterra la invadiste muchas veces
como a tantos otros lugares.

En Asia llegaste al país de las serpientes
que danzan al silbo de la flauta,
a la tierra donde el clima
conserva la carne y las verduras
aun en el verano,
al pueblo donde las mujeres saben
el secreto de los siete velos,
a las islas donde ofrecen guirnaldas al turista.

Buscaste las esquinas del planeta
convencido de que el mundo era una mesa
repleta de manjares y de vinos.
Luchaste fiera y decididamente
contra el basilisco,
ganando confianza y gratitud
de algunas de tus víctimas.

Por la flor del olvido Aura Lotus,
en Idalandia, país del no retorno,
contra el terrible Horacio,
el más duro de todos los guerreros.

Recuerdo como si fuera ahora
esas batallas junto a los castillos,
con catapultas bajo nubes de flechas
que dejaban tu escudo perforado,
las enormes calderas de agua hirviendo,
o de aceite,
derramadas sobre tus ejércitos.

Jamás olvidaré cuando exponías el pellejo
cuerpo a cuerpo contra temibles matones,
aun a riesgo de ser estrangulado
o romperte alguno de tus huesos.

En tu velera nave –como dice La Odisea–
zarpabas con tus valientes muchachos
decididos a todo
mientras no fuera posible lo contrario.

Un sentido de orientación particular
y una sed insaciable de pillaje
guiaron tus constantes aventuras
por mares, bosques, desiertos
o azarosos precipicios,
confiando en que el whisky y la cerveza
serían amuletos contra la desgracia.

Tus compinches robaban al vencido
mujeres y otras minucias,
mientras tú, con pragmática filosofía
raptabas al cocinero.

Jurabas que la madera flotaría
hasta morir los astros en el cielo,
que el futuro sabría de tus guerras,
honores y conquistas
por los sedosos brocados,
bebidas y quesos deliciosos
que forzosamente compartías
con el recaudador de impuestos.

Defendiste la gula y la pachanga
como cualquier sinvergüenza.

Cuando la suerte no te acompañaba
presionabas los hechos exigiendo vales
pagaderos en la próxima invasión.

Negaste ternura a tu consorte Helga
pero fuiste generoso en ofrecerle trabajo.

A Hamlet, joven de baño diario,
lectura sin descanso,
partidario de hacerse motilar,
no lograste comprenderlo.

Astrid, que a sus dieciséis años
continuaba soltera,
a pesar de tantos pretendientes
y la duda entre ser ama de casa o guerrera,
esperó más atención de parte tuya.

Chiripa, primero como segundo de a bordo,
el idiota más afortunad de la historia,
mano derecha en todos tus aprietos,
jamás explicó por qué era zurdo.

El doctor Zocotroco, autoridad sin réplica,
inspirado consejero, creador de la sala de espera
y famoso en todo el mundo
por sus aportes a la ciencia médica.

Siripo, inteligente y leal,
portador de las mejores cualidades caninas
en la península escandinava.

Lucio, caballero nacido a media noche
en la edad del oscurantismo,
gobernante de la Selva Negra.

El viejo barco,
sin el cual no habrías sido ni bracero
en el más humilde de los puertos nórdicos.

Tu joven tripulación:
Uno para todos y todos para uno
decías en los momentos cruciales,
siempre que ese Uno fueras tú.

Menos mal que Dios en su infinita sabiduría
dio a la pobre Helga ideas para el desquite:
Cuando el Sol de verano se posaba
en la montaña de Thor
y la excitación hacía presa de la gente,
ansiosa por observar la proeza,
cada 14 de julio,
ella, refregando tus espaldas
te dejaba más limpio que la brisa
y más lustroso que los cerdos,
o te hacía dormir a la intemperie
después de tus enormes francachelas.

Aunque no aprendiste a leer
fueron suficientes saco, escudo y maza,
hacha, lanza y espada para tus desvaríos,
sin descartar los cuernos que nunca te faltaron.

Cuando dijiste a Hamlet
que En tiempo de los apóstoles
había unos bárbaros
que se subían a los árboles
para matar los pájaros,
muchos pensaron
que además de analfabeto eras bruto.

¡Yo nunca estuve de acuerdo!
Con ello demostrabas
tu refinada calidad poética.

Leí acerca de tu ancestro lapón y finés,
de tus fonemas derivados de las Runas,
de la pasmosa habilidad
que tenías para el comercio,
lo mismo que otras muchas cualidades
de tu vida y circunstancias.

Dejo, sin embargo, a la posteridad
la reseña de tus viajes y diabluras
en el recuerdo de aquellos que vivimos
con humor y buena voluntad,
hasta el día en que la Gran Recaudadora
llegue a cobrar con su guadaña
el más temido de todos los impuestos.