jueves, 16 de enero de 2014

Del libro "Poemas de un esquizofrénico"



QUINCUAGÉSIMO YO

Al bajar los dioses a la Tierra
tomé posesión de varias islas
entre España y Centroamérica,
al ver que las selvas parecían
esmeraldas dispersas por el suelo,
las flores entregaban sus perfumes,
el ganado pastaba en las llanuras
y las fuentes primigenias simulaban
cristalinos senderos del entorno.

Pronto descubrí unos pobladores
inteligentes y recién llegados,
sin gobierno y formación social,
que ignoraban las voces más sencillas,
incluyendo las propias de su tierra.

Crucé bosques, oteros y sembrados
antes de seguir hacia las cumbres,
donde hallé una joven prisionera
de mirada orgullosa y penetrante,
que despertó mis ansias amorosas
con su flexible y torneado cuerpo.

De diez hijos, Atlante fue el primero.
Entonces decidí que el archipiélago
llevaría el nombre de mi primogénito,
declarándolo con mis otros vástagos
gobernador de tan hermosas islas.
Los diez las regirían en conjunto
de manera equitativa y solidaria.

Explotaron los recursos naturales,
siendo industriosos en tecnología
y cultos en la ciencia y en el arte.
Una urbe de círculos concéntricos,
detrás del montículo y las aguas
fue su inicial y más bella creación.

La ciudad irradiaba como un astro
de marmórea y tricolor arquitectura,
engalanando sus enormes puertas
con enchapados de celeste brillo
e innumerables piedras finas.

Alrededor del pináculo embrujado
las nubes danzaban juguetonas,
y una efigie de mi regia anatomía
se alzaba triunfadora hacia lo alto
sobre un carro sirgado por delfines.

En los puentes colgantes de los círculos
cien jardines adornaban las cascadas
que descendían por las arboledas;
observatorios, academias y museos,
bibliotecas y colegios demostraban
que Atlántida era un foco universal
del comercio, las ciencias y las artes.

Comuniqué la cima con el mar
y construí muelles en los círculos
para desarrollo de la economía
y asombro de los visitantes,
que admirados de tanta maravilla
loaban sin fin cuanto veían:
la frescura de la brisa mañanera,
el abigarrado comercio artesanal,
los concursos, las fiestas culturales
y la sapiencia de los gobernantes.

En esas celebraciones quinquenales
deliberaba con mis consejeros,
mientras nobles y ricos hacendados
donaban toros de lustrosa piel,
que guardaba con rigor y esmero
en la parte secreta de los templos,
antes de iniciar las ceremonias
donde diestras y fornidas manos
doblegaban las bestias ritualmente
hasta dejarlas tendidas en el suelo.

Enseñé a los mayas y a los incas
formas de construcción piramidal,
igual que el proceso metalúrgico,
el desarrollo de la nueva astronomía,
la medicina y demás ciencias,
llevánolas también hacia Egipto
donde reinamos numerosos años.

Estimulé la lectura y la escritura,
las matemáticas y sus complementos,
la arquitectura, las leyes y el civismo.

Paz y prosperidad fructificaron
bajo la sombra de una flota inmensa,
maniobrada por un moderno ejército
que ni Marte se atrevió a enfrentar.

Una infausta mañana, sin embargo,
mis diez hijos miraron hacia el mar,
y se embarcaron a lejanas tierras
en pos de las tribus amerindias,
la nueva Europa (sobre todo Grecia),
sin descartar el continente asiático.

En Atenas volaron tantas flechas
que el firmamento se opacó en el acto,
y los caballos, como truenos del Olimpo,
galoparon bajo el brillo de armaduras
que cegaban los islotes y las aguas,
las playas solitarias y los puertos.

Las lanzas enemigas se tornaron
como duras espigas en los campos,
y mis hijos, finalmente derrotados,
azotaron de nuevo los caminos
de las vastas llanuras oceánicas.

Oleadas calientes y ambiciosas
engulleron barcos y guerreros
como frágiles trocitos de papel;
la tierra tuvo graves convulsiones
y el océano rugió de costa a costa
en su cuenco de rocas y montañas.

El planeta voló en diez mil pedazos
abriendo abismos de fatales grietas,
con caninos de magma entre su boca,
mientras los mares, tozudos y violentos,
sepultaban, sin tregua y sin piedad,
eso que tanto me costara un día
por mi codicia de poder divino,
en esa hora de vientos malhadados
que hinchó sus velas y los vio partir.

Del libro "Poemas de un esquizofrénico"



CUADRAGESIMONOVENO YO

Cuando por vez primera, en la taiga siberiana,
posé mi pata izquierda sobre la madre Tierra,
surgió el ajo penetrante y su prima la cebolla.

Protección es el primero contra fantásticos seres,
la segunda condimento para exquisitos manjares;
ambos suelen alejar a visitantes nocturnos
cuya presencia es nociva o muy poco deseable.

Este linaje infernal me afianza contra vampiros
si fabrico las guirnaldas con tallos y bulbos secos,
para colgar en las puertas y barandas de las camas.

Por esa misma razón, mi pezuña endemoniada
es fortaleza segura frente a cualquier maleficio,
diferente a tanto chisme que contra mí se propaga.

Y yo, Satán, quedaré gratificado por siempre
con los que tengan presente la vigorosa influencia
que proporciona la magia particular de mi casco.