domingo, 14 de octubre de 2012

Del libro "León hambriento el mar"



MINÚSCULA SAGA
EN EL SUEÑO DE UN MARINO ALUCINADO

Partí con mi tripulación hace milenios
por insondados mares,
en busca de países fabulosos.
Surcamos aguas del Norte y del Sur
hacia el Levante. Las de Occidente
vieron cruzar nuestras veloces naves
como gaviotas rasantes en la espuma,
desde el grandioso Amazonas
hasta las costas de Arabia,
desde China hasta Norteamérica,
desde la hermosa Noruega hasta Vinlandia.
Partiendo de Dinamarca llegamos hasta México.

En la potente flota del faraón Necao II
circunnavegamos toda el África,
saliendo de Guéber por el Mar Rojo
y terminando en Sidón sobre el Mediterráneo.
En compañía del gran cartaginés Hannón
iniciamos un periplo que llegó
hasta la isla de Fernando Poo.
¿Por dónde no navegaríamos?

Encontramos culturas primitivas
y otras muy avanzadas.
En Yucatán y Perú
crecían sociedades más complejas
cuyas tecnologías anunciaban
refinadas evoluciones preincaicas.

La leyenda de Quetzalcóatl,
como ente civilizador,
ofreciendo mariposas a los dioses,
fue fruto de nuestras enseñanzas.
Noche negra para el espíritu de Quetzalcóatl
fue compartir por embriaguez
el lecho con su propia hermana.
Ningún espejo se mostró tan cruel
con los pecados incestuosos de la realeza.

Llegamos en tiempos muy remotos,
con los celtas, los fenicios, los judíos,
incluso con los nipones,
los egipcios y los chinos,
hasta las óptimas tierras de América del Sur.

Vestigios de caracteres rúnicos
en la imagen de un personaje legendario,
grabados sobre las rocas, al este de Paraguay,
aseguran nuestra dispersión vikinga,
cuando con velas desplegadas
quisimos navegar hacia Islandia.

Una tormenta de días y de noches
desvió nuestro rumbo
hasta las costas donde empieza
la impenetrable selva sofocante.

Itinerarios comprobados e hipotéticos
son el resultado de nuestras muchas hazañas.
Recuerdo ahora cómo mis hombres gozaban
con las inscripciones, serpientes y discos solares
descubiertos en el fondo de las cuevas.

En el lejano reino de los Incas,
entre las altas montañas,
dejamos también nuestra leyenda:
Algunas balsas de junco,
restos de barba y mechones de cabello
junto a las rudas pieles con que nos cubríamos.

Por el estrecho de Bering regresamos a Siberia
aprovechando el ciclo de las glaciaciones.
Cazábamos y pescábamos a través de las estepas
con nativos que se aventuraban en busca de sus piezas.
Ese inmenso puente de hielo, uniendo los dos mundos
desde hace más de 40.000 años,
mantiene el paso firme para los exploradores
que requieren la existencia de caminos regulares.

Al principio navegábamos sin brújula
guiados apenas por las brillantes estrellas,
procedimiento adecuado para el cabotaje
pero no para meterse en el océano
y cruzar miles de kilómetros ausentes de la tierra.

Realizábamos portulanos muy exactos
partiendo de documentos más antiguos
procedentes de la gran biblioteca de Alejandría
y de nuestra propia experiencia y conocimiento.

Diodoro de Sicilia nos aseguró
que había una isla montañosa, vasta y fértil,
surcada por ríos navegables,
más allá de los mares africanos,
después de traspasar las Columnas de Hércules.
Allí dejamos la siguiente inscripción:
Somos cananeos de Sidón
originarios de la ciudad del Rey Mercader.
Vinimos a parar a esta isla lejana y montañosa.
Sacrificamos a los dioses un adolescente
en el año 19 de nuestro poderoso rey Hiram.
Zarpamos de Esyón-Guéber, en el Mar Rojo,
y hemos navegado en diez naves
permaneciendo sobre el agua durante dos años
en ruta alrededor de África.
Pero la mano de Baal nos separó
y así llegamos doce hombres y tres mujeres
hasta la “Isla de Hierro”.
¿Acaso a mí como jefe de la tripulación
me es posible desertar? ¡De ningún modo!
¡Que los dioses nos asistan!

Como budistas partimos a Fusang,
paraíso situado en otra orilla del océano Oriental.
Nuestro pequeño junco,
llevado hasta California por las rápidas corrientes,
terminó su larga travesía por el Pacífico Norte
no exento de fuertes tempestades.

Hallamos un pueblo trabajador, que no tenía ciudades
y detestaba la guerra.
Encontramos también el árbol de Fusang
con sus brotes comestibles más sabrosos que el bambú.
Con su corteza confeccionamos telas
que luego utilizamos para un nuevo velamen,
construimos viviendas y fabricamos papel.

Al regresar a China
llevamos como presente al emperador Han
300 libras de seda,
producto de aquel maravilloso árbol.
Futuras investigaciones probarán
la expansión marítima del Asia.

Empujados por tempestades o vientos calurosos
proseguimos nuestras aventuras
por los secretos pasadizos del mundo.
En los años de Eric el Rojo y de su hijo Leif
hicimos recorridos de innumerables kilómetros,
con el fin de alcanzar unos islotes
de cuya existencia teníamos noticia.
Arribamos a países de verdes praderas
y pendientes cubiertas de tupidos bosques,
donde focas y morsas retozaban en los fiordos.

Eric regresó a Islandia, pero mi tripulación y yo
decidimos quedarnos algún tiempo,
estimulados por aquella tierra hermosa
que mi segundo de a bordo denominó Groenlandia.

Hacíamos excursiones navegando a la deriva
acosados por las nieblas y los vientos del norte.
En ocasiones divisábamos costas ignoradas
con suaves elevaciones y arboledas
diferentes a las de Groenlandia.

Recorrimos a la inversa
la ruta de muchos navegantes
descubriendo lagos y nuevos litorales
adornados con playas de fina arena blanca.
En algunos de sus fondos varamos nuestras naves
aprovechando la marea baja.
Cuando subía
remontábamos el curso de los ríos
en busca de leña para nuestra lumbre.
Abundaba el salmón y el invierno era tan suave
que el ganado vivía a la intemperie.
Hasta en el más breve día del año el sol brillaba
desde la hora del almuerzo hasta la noche.

Cierta vez, el timonel hizo un descubrimiento:
¡ V i ñ e d o s !
Al despuntar la primavera
llenamos las bodegas con la divina esencia
y cargamos la nao con excelente madera.

Olvidaba decir cómo era nuestro barco:
Mezcla de knorr vikingo y de galera fenicia,
tenía algo de carabela española y junco chino;
35 metros de eslora
con elevado puente y una curiosa proa,
tablazón de ciprés y remos de encina.
Mástil de cedro como palo mayor,
con su vela cuadra, de lana.
El palo delantero lucía vela latina
y el árbol posterior llevaba la cangreja.
Un techo redondeado, a manera de seta,
cubría casi un tercio de la cabina de popa.
En resumen,
íbamos preparados para navegación de altura.

Después de muchos viajes, de ires y venires,
quedamos en América.
Dejamos el mar (no para siempre)
y penetramos como agujas por incontables ríos.
Los deltas, las arenas, los bosques, los meandros
nos fueron alejando de la costa.

Y remontamos selvas, remolinos y desvíos
con la ambición a cuestas.
Descubrimos nevados, abismos y volcanes;
el paso por los Andes fue una epopeya incierta
pero lo recorrimos con un valor suicida
fundando mil poblados entre la manigua.

Con alas extendidas, el cóndor
nos hizo muchas veces la sombra necesaria
para evitar el sol, ardiente y resecante,
o las tupidas lluvias de ciclo interminable.

Al mar nunca volvimos. Nuestros viajes
se fueron transformando en pura fantasía.

Al despertar,
el barco en que viajaba era una nuez partida
luchando con las olas del Atlántico furioso,
negro y profundo como la noche invernal.