UN REY VIKINGO Y
SU RAMERA
En la aurora de
los tiempos
existió dentro
de mí un corazón floreciente.
Dentro de él una
ciudad
y dentro de la
ciudad la más tranquila dársena,
protegida por un
dique que se abría
en la hora
culminante de la bajamar.
Allí, sereno y
confiado, fluía el río de aguas claras
donde bañaba mi
cuerpo y el de mis valkirias.
Sólo yo –el Rey–
tenía la llave.
La preferida de
mis sueños, disoluta y perversa
como probé
después ante los tribunales,
una noche de
luna me la robó diciendo
que se la daría
al primer amante que hallara
dispuesto a
estrangularme y a premiar sus veleidades.
Éste abrió las
compuertas con el propósito
de anegar mis
campos y castillos con sus habitantes.
Gracias a Odín y a otros dioses
que jamás me
abandonaron en ninguna circunstancia,
pude escapar
ileso de aquella perfidia infame.
Aún reino en
Escandinavia, mi península,
con una bella
ciudad dentro del corazón
que ofrece, como
antaño, una dársena tranquila,
cuyas esclusas
manejo con un sistema electrónico.
Sólo yo –el Rey–
tengo la clave,
y una nueva
enamorada que la desconoce.