EL MÁS ALLÁ
La diosa de la
Muerte no era mala
con aquellos
inocentes que albergaba
a través de su
dicha negativa.
Pero las tribus
del Norte le temían
al visitar su
lúgubre morada,
si sus almas no
eran puras y valientes.
Preferían
herirse con su lanza,
arrojarse a
precipicios o quemarse vivas
antes que
aceptar una muerte vergonzosa.
Las mujeres,
imitando a sus esposos,
se lanzaban
desde las altas rocas
o contra los
aceros recibidos en sus bodas,
para ser
incineradas junto a ellos.
Los espíritus ya
libres oficiaban
en la gloriosa
morada de los dioses,
mientras los
horrores aguardaban
a quienes
siempre habían llevado
una existencia
cobarde o delictiva.
Dispersos por
los sitios terrenales
donde moraban
los cuerpos insepultos,
navegaban por
corrientes venenosas
hasta una cueva
repleta de serpientes
cuyas fauces
giraban hacia ellos.
Cuando la mayor
dejaba de roer
las raíces del
árbol Yggdrasil,
empezaba a
quebrantar sus huesos.
Tras penosas y
lentas agonías
eran depositados
en el gran caldero
negro y bullente
de las profundidades.
Algunos
regresaban hasta aquellos
cuyos pesares o
goces conocían.
Fue el caso de
un amante fallecido
que imploró de
su amada una sonrisa
para que el
ataúd donde se hallaba
pareciera de
rosas no de espinas,
regado con sus
lágrimas de amor
y sin gotas de
sangre coaguladas.
En épocas de
hambre y pestilencia,
cuando todo se
hallaba despoblado,
Hel salía a recorrer la Tierra
sobre un caballo
blanco de tres patas.
Pero los vivos
afirmaban que la diosa
no montaba un
corcel sino una escoba
dada por la
tribu de los enanos negros.
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