miércoles, 13 de agosto de 2014

Del libro "Trampantojos y otros versos"



NINGÚN POEMA

Siento asco, impotencia y tanta rabia
que no quiero escribir ningún poema
sino decir lo que hallé sin proponerme
en un tratado de ciencias brujeriles,
para que los seres sensibles que aún quedan
recuerden y se asombren con horror
ante las prácticas perversas y asesinas
de la crueldad y vesania de unos hombres
supuestamente nimbados por la santidad,
que demostraron hasta dónde puede irse
con una religión misógina y cobarde,
por los caminos de lo abominable.

Si existe un medio de aplacar a Dios,
infundir temor y obtener sus bendiciones
para ciertas personas, castigando a otras,
y evitar que el contagio se generalice
aumentando el número de malhechores,
ese medio consiste en torturar las brujas
con el máximo rigor que sea posible.

La tortura comenzaba así:
El verdugo la maniató,
le cortó el pelo, la colocó en el potro,
le vertió alcohol sobre la cabeza
y prendió fuego para quemarle la raíz;
le puso tiras de azufre en las axilas
y en el cuello, para quemar de nuevo.

Le sujetó las manos a la espalda
y tiró de ellas hasta tocar el techo;
la dejó colgada más de cuatro horas
mientras salía a tomar su desayuno.

Al regresar roció la espalda con alcohol
y también le prendió fuego,
le ató grandes pesos en el tronco
y volvió a tirar hasta el techo;
la llevó de nuevo al potro
y le puso planchas de púas afiladas,
adheridas fuertemente al cuerpo.

Otra vez la subió al techo,
le apretó los pulgares fuertemente
y el dedo gordo con las empulgueras,
sujetándole las manos con un palo.

La tuvo en esa posición, colgada
por más de un cuarto de hora,
y cuando la mujer se desmayó,
le apretó las piernas con sendos tornos,
alternando el tormento con interrogatorios
y la azotó con un látigo de cuero sin curtir
hasta dejarla totalmente ensangrentada.

Volvió a colocarle las empulgueras
y la ató al potro, desde las diez de la mañana
hasta la una p. m., mientras salía a comer
con los jefes del siniestro Tribunal.

En la tarde llegaron otros funcionarios
diciendo que no aprobaban tales métodos,
pero volvieron a azotarla brutalmente.
Y así terminó su primer día de tortura.

Antes de continuar con los tormentos,
a la mañana siguiente la amenazaron
con llevarla hacia la siniestra cámara
para que apreciara a qué se sometía
si negaba la confesión de sus pecados.

El verdugo le explicó los instrumentos
mientras la ataba al potro, ya desnuda,
y tensaba las cuerdas lentamente
hasta sentirle dislocar los huesos.

Al no confesar ni aportar cómplices
se procedía de largo hasta el final
con instrumentos como la garrucha,
destinada a desquiciar los miembros.

Después continuaba la inmersión
en agua hirviendo con bastante cal,
silla de hierro, caballo de madera,
que calentaban progresivamente;
borceguíes, botas de metal o cuero
donde vertían plomo derretido,
y desgarraban su carne con tenazas,
previamente calentadas en el fuego.

Hoy, los dueños de semejantes crímenes,
rasgan sus vestiduras reclamando al cielo
cuando alguien los pone en evidencia,
aduciendo calumnias y blasfemias,
al tiempo que arrecian contra todos
a través de la censura y de sus áulicos,
dispuestos a barrer con su sevicia
todo signo de entereza personal.

Con razón los asesinos de este mundo,
cuando quieren cometer sus fechorías
declaran que Dios está con ellos,
duerme con ellos y con ellos se levanta.

Serán siempre sometidas las mujeres
mientras su corazón no rompa el cerco
de la tenebrosa férula eclesiástica,
abandonando definitiva y totalmente
esas cavernas habitadas por el odio,
portadoras, además, y sobro todo,
de una peste hipócrita y mortífera
que carcome el cerebro de los débiles,
para eterno infortunio del espíritu,
vergüenza de intelectos luminosos
y asqueroso bienestar de la barbarie.

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