LA
CLAVÍCULA DE SALOMÓN
Cuenta
la leyenda, sin que me conste nada,
que
el hijo de David y Betsabé
sucedió
a su padre en el trono de Israel
cuando
aún no existía nuestra era.
Enamorado
de una princesa egipcia
antes
y después de aliarse con el padre,
tuvo
tratos con los tirios (los del Sur)
por
ser excelentes comerciantes,
mas
no mancos ni torpes en la guerra.
Levantó
el templo de Jerusalén
dando
brillo a las tierras conquistadas,
y
se hizo legendario por su sabiduría
al
escribir el Libro de los Proverbios,
el
Eclesiastés y el Cantar de los Cantares,
el
más bello poema de amor profano
que
un bípedo implume haya creado.
Patrono
de filósofos, botánicos, astrólogos,
y
practicante de las ciencias ocultas,
fue
un conocedor de talismanes,
amuletos
e invocaciones diabólicas,
a
quien se le atribuye la Clavícula
bautizada
con su propio nombre,
un
texto de nigromantes y hechiceros
que
ven en tan fantástico tratado
el
mecanismo para evocar demonios,
y
la lista de condiciones necesarias
para
el logro de sus éxitos rotundos.
Todo
eso sin nombrar vestuario,
calzado
y demás elementos requeridos
en
ceremonias de culto, como cetro,
anillo,
agua bendita, agujas y buril,
luces,
fogatas, perfumes herméticos,
pergamino
virgen, pluma para tinta
y
sangre para firmar los pactos.
En
ese despliegue de imaginación
dispongo
apenas de algo no imposible:
terminar
el poema y buscar en librerías,
centros
comerciales y viejos almacenes,
bibliotecas
públicas, y también privadas,
un
ejemplar genuino de tan extraña obra,
con
el fin de descubrir la fórmula
que
pueda liberarme para siempre,
del
efecto fatal de tu pasión maleva.
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