DON
ALFONSO RODRÍGUEZ
Pulcro
en el vestir y de palabra fácil,
amplia
sonrisa y dientes pronunciados,
franco
en expresión, amante de las normas,
comprensivo
con alumnos y colegas,
respetuoso
y tolerante con el mundo.
No
carente de un rigor adusto,
defendió
la disciplina y el civismo
como
algo parecido a lo perfecto.
Excelente
pedagogo y sabio
en
enseñanzas y argumentaciones.
Maestro
de mi vieja escuela,
amigo
leal como ninguno,
que
con amor paterno corrigió
mis
fieros y constantes desafueros
de
joven indomable y tímido.
Por
él descubrí las emociones
que
producen la música y el canto,
el
placer del dibujo y la escritura,
el
respeto por las matemáticas,
la
historia universal y lo científico.
Ignoro
si aún vive, y en qué sitio
de
esta ciudad arrebatada y bella
que
no quiere dejar la Edad del Plomo,
donde
habito quizás desconocido
mientras
voy amansando los leones
que
rugen en mi pecho como un trueno.
Donde
quiera que vaya don Alfonso
le
rindo el homenaje merecido,
el
más sincero que pueda dar mi afecto,
en
tanto siga respirando el aire,
cada
vez contaminado y fétido
por
los miasmas que supura el suelo
de
esta dura y singular metrópoli.
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