lunes, 6 de octubre de 2014

Del libro "Poemas misceláneos"



SAMURAI

Un samurai anónimo del siglo XIV,
cuando escribió su credo de guerrero
declaró con decisión sagradas cosas:
No tengo padres; por tanto serán ellos
la Tierra, el Cielo, el Universo entero.
Carezco de hogar y solamente
mi propia conciencia puede serlo.
No temo a la vida ni a la muerte,
pero mi respiración serán las dos,
con el honor como poder divino,
ya que carezco de divinos poderes.
No tengo medios de ninguna clase,
salvo la decisión de ser guerrero.
Desconozco los secretos mágicos
que puedan hacerme invulnerable,
siendo mi mejor secreto
la fortaleza, el dominio y el carácter.
Mi cuerpo, aunque débil y gastado,
aún tiene valor y resistencia
para luchar con singulares métodos.
Mis ojos, ya vencidos por el tiempo,
conservan, sin embargo, el fuego
y el resplandor fulmíneo del rayo
que danza en la mitad del universo.
Aunque falta el rumor a mis oídos
percibo la creación poética
y el canto de las aves dentro.
Mis miembros casi no responden
y la presteza la llevo en el cerebro.
Si me falta resistencia, entonces
la reemplazo con mi pensamiento.
Los proyectos son escasos, pero
tomo siempre la ocasión al vuelo.
No creo en los milagros, aunque vivo
soberbio y solo milagrosamente.
Mis principios, pocos pero firmes,
los mantengo en toda circunstancia,
siendo el más poderoso y el primero
rechazar las condiciones humillantes
que el mundo deposita en mi balanza.
De tácticas carezco, y no por eso
me aterran la traición y la violencia,
mientras gozo el amor a plenitud
mezclando el corazón con el cerebro.
No soy rico en talento y sólo tengo
probidad y agudeza en contraparte.
Sin amigos ni enemigos voy atento
al peligro que puede aniquilarme.
Entrego mi armadura sin engaño
y al destino me acojo por entero.
Desprecio los palacios y los reyes
que cambio por la ley del pensamiento,
con la que viajo seguro y decidido
por los arduos caminos, solitario,
en tanto mi sable omnipresente
se dobla ante el buril de la palabra
que brota compasiva entre los sabios.

Del libro "Poemas misceláneos"




PARA QUE NO SE OLVIDE

Friedrich von Spee (pronunciado Shpay), jesuita alemán, tan desafortunado que tuvo que escuchar las confesiones de muchas mujeres “brujas”, publicó en 1631 un libro titulado Precauciones para los acusadores, donde narraba con brillantez y franqueza el terrorismo de la Iglesia y el Estado contra aquellas “diabólicas criaturas”, antes de morir víctima de la peste sin recibir su merecido castigo.

Producto de la imaginería popular, las brujas eran juzgadas por los amantes de la envidia, la calumnia, la maledicencia y las insinuaciones falsarias. Los poderosos exigían a sus jueces abrir procesos contra ellas aunque ignorasen cómo empezarlos sin evidencia objetiva.

Toda indecisión era sospechosa, al considerar que la duda se asentaba en actitudes cómplices, y ofender a los Señores del abuso se tornaba en delito imperdonable. Los jueces prevaricaban y el pueblo recibía estipendios por cada bruja en la hoguera.

Si desvaríos o rumores maliciosos salían de cualquier demente, aquella bruja (mujer inofensiva) sufría las consecuencias, producto de su mal comportamiento. Si llevaba una vida buena y sana igualmente debía ser quemada, pues las brujas saben simular un virtuosismo diabólico.

Venía entonces un dilema adicional: sentir miedo o no sentirlo. Si lo sentía, por los gritos de las torturadas, era una prueba irrefutable, pues la conciencia impugna. Si no (confiando en su inocencia), también era culpable, porque las brujas saben fingir y llevar la frente alta.

Los sabuesos, a veces depravados, hurgaban en su vida personal hasta encontrar una frase o circunstancia que los inquisidores pudieran convertir en prueba de brujería rampante. Era entonces conducida hasta el potro de tormento o cualquier otro lugar propicio para ser atropellada.

A ninguna le daban abogado ni otros medios para defenderse, porque ese delito excepcional ameritaba suspender las garantías. Para cubrir las apariencias era conducida ante los tribunales, con el pretexto de examinar cualquier indicio de culpabilidad. Si negaba las acusaciones argumentando adecuadamente, no se le prestaba atención ni se consignaban sus respuestas.

Se la llevaba de nuevo a la mazmorra para que reflexionara y desistiera de su obstinación. En caso diferente, como negaba su culpabilidad, se consideraba poseída y testaruda.

Al despuntar el alba se la conducía fuera con el fin de leerle el decreto de tortura como si aceptara las acusaciones. Se le afeitaba el cuerpo y examinaba hasta en sus partes íntimas buscando cicatrices o amuletos delatores. Afeitada ya y examinada volvían a torturarla para sacar verdades y escuchar lo que todos deseaban. Eran torturas sencillas pero extensas, pregonando (si la mujer lo hacía) que declaraba voluntariamente.

Confesa o no, el resultado era el mismo. Si confesaba, su culpa era muy clara; si negaba, la maltrataban de nuevo; si se contorsionaba, era por la risa; si perdía el sentido, era por el sueño o el hechizo de algún aletargante. Y aletargada podía quemarse viva. Los confesores afirmaban que moría impenitente y obstinada, pues no se había convertido ni abandonado a su íncubo. Si moría despierta durante la tortura el Diablo le había torcido el cuello.

Si un juez, de manera excepcional, le perdonaba la hoguera, se la volvía a la cárcel para ser encadenada hasta que se pudriera o deseara la muerte. Una vez arrestada no podía liberarse porque siempre tenía que ser culpable. Nadie debía visitarla, y quien lo hiciera era mirado como sospechoso, mientras se inventaban más pruebas para mostrarla infractora y condenarla, diciendo obrar escrupulosamente.

Algunos decidían exorcizarla ordenando la tortura una vez más para sacarla del letargo. Si persistía en el silencio la quemaban sin remordimiento. Si por su dolor la bruja confesaba, se le imponían nuevos castigos y el deber de acusar desconocidas a gusto del investigador. Así se denunciaban a otras tantas, formando una cadena interminable con familias enteras que morían (sobre todo del sexo femenino) entre los palos de la hoguera, por ser convictas, sin perdón posible.

Los tormentos eran muy variados: darle arenque con salmuera y después negarle líquido; sumergirla desnuda en un baño donde el agua con la cal hervía. También el caballo de madera, varios tipos de potros, sillas de hierro al rojo vivo, tornos de pierna y botas de metal repletas de plomo derretido. Tragar agua por medio de una gasa que provocaba asfixia, y luego retirarla rasgando las entrañas (tormento de la toca). Las empulgueras comprimían el pulgar de la mano o el dedo gordo del pie junto a la raíz de la uña, donde el dolor es insoportable. El trampazo (tormento macabro de los mejores libros de brujería) se aplicaba a la víctima hasta su libre declaración.

Así (jóvenes y bellas casi siempre) fueron perseguidas y acusadas, encarceladas, torturadas y eliminadas por la vesania de los inquisidores, en nombre de un Dios todo poderoso, creador del Cielo y de la Tierra, sabio, justo y misericordioso, venerado por los áulicos cristianos que pululan como moscas en campos y ciudades donde habita la podrida Sociedad Occidental.