PARA
QUE NO SE OLVIDE
Friedrich
von Spee (pronunciado Shpay), jesuita alemán, tan desafortunado que
tuvo que escuchar las confesiones
de
muchas mujeres “brujas”, publicó
en 1631 un libro titulado Precauciones para los acusadores, donde
narraba con brillantez y franqueza el
terrorismo de la Iglesia y el Estado
contra
aquellas “diabólicas criaturas”, antes
de morir víctima de la peste sin
recibir su merecido castigo.
Producto
de la imaginería popular, las
brujas eran juzgadas por
los amantes de la envidia, la
calumnia, la maledicencia y
las insinuaciones falsarias. Los
poderosos exigían a sus jueces abrir
procesos contra ellas aunque
ignorasen cómo empezarlos sin
evidencia objetiva.
Toda
indecisión era sospechosa, al
considerar que la duda se
asentaba en actitudes cómplices,
y
ofender a los Señores del abuso se
tornaba en delito imperdonable. Los
jueces prevaricaban y
el pueblo recibía estipendios por
cada bruja en la hoguera.
Si
desvaríos o rumores maliciosos salían
de cualquier demente, aquella
bruja (mujer inofensiva) sufría
las consecuencias, producto
de su mal comportamiento. Si
llevaba una vida buena y sana igualmente
debía ser quemada, pues
las brujas saben simular un virtuosismo diabólico.
Venía
entonces un dilema adicional: sentir
miedo o no sentirlo. Si
lo sentía, por
los gritos de las torturadas, era
una prueba irrefutable, pues
la conciencia impugna. Si
no (confiando en su inocencia), también
era culpable, porque
las brujas saben fingir y llevar la frente alta.
Los
sabuesos, a veces depravados, hurgaban
en su vida personal hasta
encontrar una frase o circunstancia
que
los inquisidores pudieran
convertir en
prueba de brujería rampante. Era
entonces conducida hasta
el potro de tormento o
cualquier otro lugar propicio
para ser atropellada.
A
ninguna le daban abogado ni
otros medios para defenderse, porque
ese delito excepcional ameritaba
suspender las garantías. Para
cubrir las apariencias era
conducida ante los tribunales, con
el pretexto de examinar cualquier
indicio de culpabilidad. Si
negaba las acusaciones argumentando
adecuadamente, no
se le prestaba atención ni
se consignaban sus respuestas.
Se
la llevaba de nuevo a la mazmorra
para
que reflexionara y
desistiera de su obstinación. En
caso diferente, como
negaba su culpabilidad, se
consideraba poseída y testaruda.
Al
despuntar el alba se la conducía fuera con
el fin de leerle el decreto de tortura
como
si aceptara las acusaciones. Se
le afeitaba el cuerpo y
examinaba hasta en sus partes íntimas buscando
cicatrices o amuletos delatores. Afeitada
ya y examinada volvían
a torturarla para sacar verdades y
escuchar lo que todos deseaban. Eran
torturas sencillas pero extensas, pregonando
(si la mujer lo hacía) que
declaraba voluntariamente.
Confesa
o no, el resultado era el mismo.
Si
confesaba, su
culpa era muy clara; si
negaba, la maltrataban de nuevo; si
se contorsionaba, era por la risa;
si
perdía el sentido, era por el sueño o
el hechizo de algún aletargante.
Y
aletargada podía quemarse viva. Los
confesores afirmaban que
moría impenitente y obstinada, pues
no se había convertido ni
abandonado a su íncubo. Si
moría despierta durante la tortura
el
Diablo le había torcido el cuello.
Si
un juez, de manera excepcional,
le
perdonaba la hoguera, se
la volvía a la cárcel para ser encadenada
hasta
que se pudriera o
deseara la muerte. Una
vez arrestada no podía liberarse
porque
siempre tenía que ser culpable. Nadie
debía visitarla, y quien lo hiciera
era
mirado como sospechoso, mientras
se inventaban más pruebas para
mostrarla infractora y condenarla, diciendo
obrar escrupulosamente.
Algunos
decidían exorcizarla ordenando
la tortura una vez más para
sacarla del letargo. Si
persistía en el silencio la
quemaban sin remordimiento. Si
por su dolor la bruja confesaba,
se
le imponían nuevos castigos y
el deber de acusar desconocidas a
gusto del investigador. Así
se denunciaban a otras tantas, formando
una cadena interminable con
familias enteras que morían (sobre
todo del sexo femenino) entre
los palos de la hoguera, por
ser convictas, sin perdón posible.
Los
tormentos eran muy variados: darle
arenque con salmuera y
después negarle líquido; sumergirla
desnuda en un baño donde
el agua con la cal hervía. También
el caballo de madera, varios
tipos de potros, sillas
de hierro al rojo vivo, tornos
de pierna y botas de metal repletas
de plomo derretido. Tragar
agua por medio de una gasa que
provocaba asfixia, y
luego retirarla rasgando las entrañas (tormento de la toca). Las
empulgueras comprimían el
pulgar de la mano o
el dedo gordo del pie junto
a la raíz de la uña, donde
el dolor es insoportable. El
trampazo (tormento macabro de
los mejores libros de brujería) se
aplicaba a la víctima hasta
su libre declaración.
Así
(jóvenes y bellas casi siempre) fueron
perseguidas y acusadas, encarceladas,
torturadas y eliminadas por
la vesania de los inquisidores, en
nombre de un Dios todo poderoso,
creador
del Cielo y de la Tierra, sabio,
justo y misericordioso, venerado
por los áulicos cristianos que
pululan como moscas en
campos y ciudades donde habita la
podrida Sociedad Occidental.
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