JÚPITER
De
tantos planetitas debiluchos
exijo
el culto que merecen todos
los
seres divinos importantes.
Descontando
al Astro Rey,
soy
el gigante del Sistema Solar
(dos
y media veces mis parientes juntos),
y
alejado de mi progenitor
más
de cinco unidades astronómicas.
Mi
rotación es la más corta
entre
los hijos del Sol,
y
mi traslación la más larga
con
relación a éstos.
No
destroné a mi padre ni fui gemelo suyo,
lo
que muestra claramente mi condición divina.
Mis
torbellinos sobrepasan los 500 k p h,
y
la mancha roja que poseo
es
el signo de un enorme anticiclón.
Por
mi consistencia gaseosa giro
a
distintas velocidades en mis puntos principales:
lento
en los polos
y
diferencia de cinco minutos respecto al ecuador.
Mi
masa (entre 50 y 100 millones de atmósferas)
tiene
un campo magnético tan denso
que
incluso ha superado al de la Tierra.
Difundo
más energía de la recibida
y
el anillo que me abraza (más que anillo cinturón)
es
otra maravilla con que asombro a los humanos.
Mis
hijos más robustos son:
Ío,
Calisto, Ganímedes y Europa.
El
primero tiene mal estómago y vomita
lava
y azufre derretido, por sus bocas.
Europa,
de rostro abrillantado y liso,
refleja
el 60% de la luz que da su abuelo,
y
cubierto de agua líquida en su entraña,
la
lleva helada en su corteza externa.
Ganímedes,
el mayor de la familia
y
el más grande del Sistema que nos rige,
tiene
un campo magnético atrayente y firme
en
su estimable y espacioso hábitat.
Calisto
no logra armonizar
sus
juegos en las traslaciones
como
lo hacen los otros tres o más,
por
su estructura de hielo y roca oscura
sobre
un rostro con viejas cicatrices.
El
futuro dirá mis cualidades
y
las de mis grandes hijos,
sin
olvidar el resto de la prole
que
ni siquiera nombro,
por
discreción filial.
Mi
prestigio crecerá con los milenios
en
los campos de la ciencia y la mitología,
marcados
ambos en esencia y forma
por
el punzón sin mella de la imaginación.