miércoles, 15 de octubre de 2014

Del libro "Como simples chalupas al garete"



MARÍA MARTÍNEZ DE NISSER

Le abrió a Suecia su corazón y su cuerpo
a través del ingeniero Pedro Nisser,
hombre incansable y decidido
que en Antioquia dejó como recuerdo
huellas profundas de su vida aventurera
por amor a esta valiente de ojos negros,
y maestra a los 17, cuando la conoció.

Marucha, como tantos la llamaban,
además de escribir y de soñar,
pulsaba la guitarra con destreza
y cantaba sin mayor talento.
Aprendió inglés con un anglosajón
y francés con otro no identificado.

Combatió en la Guerra de los Supremos
en el bando de quienes defendían
la Constitución y la Ley.
De pelo corto como cualquier recluta,
lucía camisa verde y pantalones rojos
más una lanza conquistada en el ejército,
con la cual desfiló sobre un caballo
por las calles del antiguo Medellín,
engalanada con atuendos militares
frente a una turba de gente enardecida
que aplaudía desde aceras y balcones.

Extraña y valerosa, esta Marucha
fue tildada de ramera por algunos
que no aceptaron su porte de amazona
mezclado con la burda soldadesca.
Sabía igual de apasionados besos
brindados a Pedro, su hombre único,
pues nunca le fue infiel mientras lo amó.

Sincera también como ninguna,
en el diario que escribió cuando el conflicto
planteó sus dudas entre el amor a Nisser
y el amor por los riesgos de la guerra,
aunque estaba segura de que él
jamás militaría entre los facciosos.

Bailando y cantando celebró
el apoyo de los conservadores caucanos,
en tanto las bayonetas enemigas
amenazaban a sus correligionarios
con exterminio en la mitad del campo.

En Itagüí, Borrero enfrentó a los rebeldes
con tan negra fortuna que perdió el combate;
postrada por la enfermedad,
cuando Pedro le informó sobre los hechos
sus males desaparecieron,
y levantándose de un salto, declaró:
Pido que tengan a bien los acompañe.

En el pronunciamiento de Sonsón
a favor de José Hilario de Márquez,
dijo que era el día más bello de su vida,
y siempre en sus oídos pervivió
ese grito que estrujó su corazón,
alerta como el ojo de las águilas.

Brillaba su fusil y el de sus compañeros
mientras esperaban la orden de marchar
en busca del contrario en cualquier parte.
Margarita y Segismundo, sus dos hijos,
jamás vieron las hazañas de la madre
porque la muerte, tempranera y pálida,
les negó tal privilegio familiar.

Terminada la Guerra de los Supremos
quedó viuda en vida por el viaje
que su esposo preparó para Australia,
quien al regreso, después de 20 años,
sólo tuvo el recurso de una lápida
en el viejo cementerio San Lorenzo,
hoy arrasado por la modernidad.

Los restos de María Martínez,
esposa y madre, guerrera y escritora,
reposan bajo el cielo de Sonsón,
mientras los de Pedro, su consorte,
duermen solos bajo el suelo de Jamaica.