Doce horas
el sol sobre nosotros,
escondido o
quemando nuestra testa,
lo mismo que
los valles y los ríos,
los mares y
las cordilleras.
Doce horas
la noche, soberana,
dando fondo
a la luna y las estrellas,
cuando no,
demostrando su iracundia
con rayos
cegadores y tormentas.
Doce más
doce veinticuatro
para un día
completo, de alegrías,
o penas que
nos matan poco a poco
con sus
garfios de carnicería.
Entre horas,
el tiempo, inexorable,
nos brinda o
nos roba la esperanza
de un mañana
feliz y más seguro,
donde poder
recuperar la fuerza
que la vida
nos pone en su balanza.
En esos
lapsos escribo mis poemas,
que hablan
de todo sin temor alguno:
los instantes
de asombro, los amores,
los besos, las
ausencias, las desgracias,
el crimen,
la injusticia, la tristeza,
en un
intento de alcanzar la cumbre
donde habitan los dioses y es su cuna.