martes, 31 de julio de 2012

Del libro "La calle de las complacencias"


LA PALABRA EXACTA

Quien no se expresa con claridad,
utilizando en cada momento la palabra exacta,
corre el peligro de ser mal interpretado.

No pienses que soy vulgar.
¿Cómo podría serlo contigo?
Pero si empleo otra palabra
la petición que te hago pierde fuerza
y no alcanza a expresarte mi deseo.

Quiero besarte. Poner mi lengua allá
donde eres más cálida y acogedora.
Aunque no es exactamente allá
sino un poco más atrás,
donde guardas oferente, como un cáliz,
el primoroso anillito de tu culo.

Del libro "La calle de las complacencias"


MASCULINA

Mientras más exquisito sea el placer,
menos necesita de una teoría.

Escoger el rincón más apartado de la casa,
de preferencia un lugar iluminado
donde el aire penetre sin dificultad
hasta el objeto anhelante.

Ensanchar los pulmones
y proveerse de un recuerdo lascivo
sobre el hombre o la mujer deseados.

Con la imaginación
entreabrir las puertas de la alcoba...
y de las piernas
observándolo (a él o a ella) deleitosamente
de Sur a Norte, de Oriente a Occidente,
sin olvidar los otros rumbos
en que está dividido el horizonte.

Mirarlo (a él o a ella) desnudo
como un durazno jugoso
junto a las turbas hambrientas.

Proseguir luego con los demás preparativos
inventados por nuestro acoso carnal,
antes de cerrar los ojos y fruncir el ceño,
en la seguridad del éxtasis.

No parar los suspiros, recuerdos y manipulaciones
hasta ver que el universo, regresando en el tiempo,
ilumina con su juego nuestro inminente Big Bang.

Del libro "La calle de las complacencias"


FEMENINA

Mientras más exquisito sea el placer,
menos necesita de una teoría.

Dejar sobre el nochero un portarretratos
con la imagen del joven cuyos besos
apenas se han probado,
o con la del hombre maduro
cuya barba sugiere un cosquilleo exquisito.
Talvez con el rostro insinuante de la mejor amiga.

Agregar a este primer paso un baño fresco...
o tibio según las circunstancias,
antes de aplicar sobre la piel todavía húmeda
el perfume o la loción escogidos.

Volver a la habitación
envuelta en suave y fina toalla
(aunque mejor sin ella
como Venus cuando sale de las espumas del mar).

Disponer de inmediato los cojines y las sábanas
para crear dentro del recinto una atmósfera propicia
que ayude en todo caso a la futura felicidad.

Enseguida, respirar profundo, relajarse.
Mirar hacia el cielo raso, como si el mismo Zeus
hubiera prometido recostarse en el mullido vientre,
o algún sátiro ansioso recordar con sus premuras
el verdadero camino de la eternidad.

A continuación separar las rodillas sin temores
y permitir que la luz de la tarde o la penumbra
acaricie minuciosa los muslos atezados.
Resbalar después con lentitud las manos
y hacer círculos sensuales alrededor del ombligo.

Como en ese punto la temperatura es cálida,
sobre todo si la estación es primavera,
puede iniciarse sin pausa el descenso definitivo.

Se mirarán alternativamente el movimiento
de los dedos y la imagen del portarretratos,
hasta que surja el capullo (como un danzarín
enloquecido por el fuego de los temblores íntimos)
y derrame sin escrúpulo su copa nectárea y su ambrosía.