jueves, 18 de octubre de 2012

Del libro "León hambriento el mar"



SUEÑO AMAZÓNICO

Llegué con mis naves (6 en total)
por el valle ondulatorio del gran océano Atlántico
hasta la desembocadura del imponente Amazonas.

Había con la tripulación notado ya
el color diferente de las aguas, su sabor dulce
y la variedad de la fauna marina tropical
junto a una humedad selvática
que pronto tendríamos que sufrir a plenitud.

Penetramos, todavía con viento en popa,
por las fauces de ese monstruo caudaloso,
aletargado y rojizo,
cuyos brazos robustos estrechaban nuestros barcos
como amantes en plan de despedida.

Pasados unos días, la selva oscura,
primitiva y cautivante palpitaba misteriosa
repleta de pájaros y fieras.
Profundo, sin embargo, el claro sueño
estaba a punto de tornarse en pesadilla,
aunque las aves, la tripulación y el cielo,
la manigua y yo,
formábamos un conjunto armonioso,
duplicado por el vuelo de las guacamayas,
el salto de los micos y el reptar de las serpientes.

Viajábamos río arriba en busca del país imaginado
cuyas ciudades brotarían como flores encantadas
en la mitad de la selva.
Sin agotamiento, con esa lucidez
que sólo pueden dar los forjadores del sueño,
llegamos sin contratiempos al término del viaje.
Cerca de las cenagosas riberas
presentimos las ruinas de una antigua población
surgida, seguramente, hace cuatro o cinco milenios.
Bajo el hierro de mis compañeros
saltó como un destello el asombroso pasado,
clave de una historia que se daba por perdida.
Gratitud para los valientes exploradores
que arribaron conmigo del otro lado del mar.

Nuestra sorpresa fue inmensa cuando al excavar
se reveló la existencia de una cultura urbana,
de una civilización ligada al río,
tan vasta como las de Egipto y Mesopotamia,
aunque algún duende maligno intentó crear
por pura complacencia, un abstruso jeroglífico,
para enredarlo todo deliberadamente
bajo las aguas rituales del enigma.

Al continuar trabajando
en busca de otros acontecimientos
e interpretaciones, exhumamos edificios
con restos de escritura aún no descifrados,
una organización económica y social
más parecida a las modernidades de Nueva York
que a una sociedad supuestamente primitiva.

La aparición de ese quebradero de cabeza
justifica por sí sola la prolongación de mi sueño.
Talvez sea una ironía ver cómo los hombres
que conmigo batallaron, no tengan realidad;
es el precio que reclaman por servir, las ilusiones.

Sin despertar emprendo mi regreso hacia el océano
por la misma selva y por el mismo río.
Los veleros descienden sin premura... y sin piloto,
navegando contra el viento,
en busca del mar hondo y agitado que los llama.

Estrechados otra vez por los nervudos brazos
bordean solitarios los deltas inconclusos.
Ya solos, sin mis héroes,
serán como fantasmas flotando en el vacío
en busca de algún puerto sobre el mar de las Antillas.

Del libro "León hambriento el mar"



LAS PIRÁMIDES

Soñar con las pirámides ocres y rígidas
que yerguen su vetusta anatomía
en medio de las selvas tropicales
o en los áridos desiertos faraónicos,
es cosa non sancta para un marino confeso
cuya vida está ligada a las espumas del mar.

No obstante recortan en la noche
con su cuchillo de roca
las eternas y abstrusas interrogaciones,
ellas, las que cambian por sueños ancestrales
mis mares y querellas interiores,
ocultos bajo montañas dormidas.
Silenciosos testimonios mordidos por la piedra,
desafiantes e inmensos
frente a los estragos del tiempo y de los hombres.

Como telón de fondo el cielo purísimo
quebrado por infinitas estrellas que provocan
oníricas estupefacciones y preguntas graves,
humanas, sobrehumanas, inhumanas,
pero nimbadas siempre de inexplicable leyenda.

Enigmáticos templos mesoamericanos
entre un mar de colinas y tupida vegetación
donde gentes de las tierras calientes
y extranjeros llegados del altiplano
adoraron a sus dioses.

Culturas aprisionadas por la manigua virgen
de sofocante humedad, que plantean aún
sus propuestas audaces sobre el paisaje hostil,
allí, contra las columnatas
donde soldados de Cortés decapitaron el mundo
blandiendo sus espadones sobre innúmeras cabezas,
firmes y esbeltas como campos de maíz.

Pirámide o zigurat, ¿qué importa eso?
Son esplendores perdidos
de la imponente metrópoli de Teotihuacan,
ya medio desplomados
como aquéllos del sacro Egipto y la obscena Babilonia,
donde durmieran tranquilos el buey Apis y Marduc.

Desde sus cimas, igual que pedestales benévolos,
permitieron a los dioses descender hasta sus fieles
para colmarlos, como siempre,
con exiguos dones y desmedidas desgracias;
panteones rebosantes de divinidades que exigían
un culto particular en cada una de las ciudades,
desde la antigua Sumer
hasta el incaico Machu Picchu,
oficiado en secreto por magos y pitonisas
miembros del abominable colegio de las idolatrías.

De corazón me fasciné con sus inmensas moles
como Almamún, califa de Bagdad,
que halló la estatua dorada recubierta de diamantes
más hermosa que los cuentos de Las mil y una noches.

He visto en sueños la masa indestructible
poseída de poderes y atributos sobrenaturales
sirviendo de sepulcro a los herederos del Sol,
pues sus cámaras mortuorias, por siglos y milenios,
han guardado intacto el cuerpo de los reyes
bajo sarcófagos tallados en las lejanas canteras.

¡Qué bellas y resecas momias he soñado!

Casi todas con narigueras o máscaras de oro,
gruesos collares, literas de gala, suntuoso mobiliario,
armas y abundantes provisiones dentro de sus tumbas,
sin faltar, ad hoc, las plañideras
que tornan más doliente el servicio funerario.

He visto eso y mucho más.
Cubiertas por enormes losas,
bellas embarcaciones que lucen casco de teca
sobre la superficie de lagos subterráneos;
en cubierta, los mudos comensales de la realeza
disfrutando con el muerto los últimos manjares.

Qué lejos y cerca estoy del barco solar
con mis sueños difuminados
por el viaje piadoso de una imaginación tardía.
Despierto me defiende del caos
y la locura brillante del poema,
las torres ziguráticas en la llanura imberbe,
la selva tórrida de América,
el inasible mar de China
o el quemante desierto donde duermen
su siesta endemoniada las pirámides.