sábado, 17 de noviembre de 2012

Del libro "León hambriento el mar"



MULTITUDES

Desde tiempo inmemorial
los barcos persas y griegos,
los romanos y fenicios,
empujados por batallas,
tempestades y corsarios
se deleitaban viajando
a las honduras del mar.

Según nos cuenta Heródoto
indeclinable viajero,
cuando el hijo de José
no había pensado en llegar
a las tierras de Judea,
ya Jerjes hacía sus búsquedas
de los tesoros hundidos.

En 100 años,
con variado cargamento
se han perdido bajo el agua
30.000 embarcaciones
repletas de riquezas,
que hubieran sido la dicha
de los hambrientos del mundo.

No volverá de su tumba
la Serpiente Escandinava,
porque fue su vocación
dormir yacente en el Támesis
con sus bodegas de oro,
para que toda la envidia
naufragara en la corriente
que arrastró su velamenta
hacia los mares del norte.

Los 14 grandes juncos
que en las aguas de Japón
se tragaron los abismos
aquel junio siniestro de 1274,
se quedarán en la muerte
sin reponer los tesoros
de sus potentes señores.

Cuando los portugueses
transportaban sus fortunas
desde América Latina,
sobre todo de Brasil,
35 fuertes naves
prefirieron el suicidio
antes que ser presa fácil
de bribones bucaneros.

Y los jóvenes esclavos
que viajaban en el Loasdun
enfrentaron con valor
la desembocadura del Ganges,
que no quiso perdonar
a los nativos de Holanda
el llevar mil sacos de oro
escondidos en bodega.

Mobiliario y otras cosas
de la condesa de Bourch
dejó en predios abisales
la desgraciada tartana
que sucumbió como un paria
en las costas de Numidia.

Y qué decir del Telémaque,
incapaz de preservar
la fortuna de los reyes
cuando viajaba a Inglaterra
con otros muchos tesoros
pertenecientes también
a la imprudente Antonieta.

Los 16 galeones
que cruzaban el Atlántico
en el fatídico otoño de 1707,
cuando fueron atacados
en la bahía de Vigo,
sucumbieron bajo el agua
con su rico cargamento.

Otros 15 que formaban
la bella Flota de Plata
zozobraron en Bahamas
cuando viajaban a Cádiz,
por acción del sobrecargo
y del furioso oleaje
que no pudo en su momento
manejar el capitán.

El no olvidado De Brack,
con 200 españoles
amarrados como perros,
se hundió en medio de millones
de verdeazules billetes
cuando expiraba sin pena
el viejo siglo XVIII.

A 12 millas de Londres,
mientras llegaba de Sydney,
el Niágara tropezó
contra una mina matrera
que lo dejó sin aliento
esa mala madrugada,
enviando al fondo del mar
sus haberes y su casco.

Pero sería interminable
enumerar los naufragios
que a través de las edades
desmantelaron al hombre.

Que valgan estos ejemplos,
siempre pocos, siempre amargos,
como una muestra palpable
de que las aguas del mar
son amigas cuando quieren,
y cuando no, son brutales.