LA
APARICIÓN DE JOSÉ
Yo
andaba por el desierto
junto
a la playa (y esto no fue un sueño),
cuando
apareció María, cálida como un Sol,
tierna
como la brisa marina,
temblorosa
y lejana como una estrella.
Sus
ojos brillaban con un fulgor travieso
repletos
de inmensidad en el cielo plomizo
de
mis pocas esperanzas y alegrías.
El
mar en calma, con sus olas tranquilas
besaba
los extremos de su desnudez.
¡María!,
grité con la ansiedad
de
un adolescente extraviado,
mientras
ella, atónita y desconfiada
miraba
los pasos inseguros de mi acercamiento,
como
si fuese un fantasma surgido de las arenas
bajo
la noche embrujada, dispuesto a despojarla
con
manos gaseosas de su nocturna belleza.
Apenas
había llegado junto a su forma morena
cuando
escuché de su boca, nutrida de imprecaciones,
la
voz ronca y vacía como violín sin cuerdas,
que
sentenciaba imponente contra mis pobres oídos:
¡Anda tú, demonio de los demonios!
¡No soy ninguna María!
¡Yo soy el negro José!
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