lunes, 10 de marzo de 2014

Del libro "Poemas escandinavos"



EL HIJO DE LAS OLAS

Paseando por la playa una mañana
Odín vio nueve bellas y gigantes olas,
que declaró en el acto esposas suyas
poseyéndolas dormidas en la arena.

Las nueve beldades concibieron
un fuerte bebé que alimentaron
con la humedad de la tierra,
los rayos solares y la fuerza del amor.

El nuevo dios creció tan rápido
que pronto buscó a su padre en Asgard,
mientras otros miraban desde el puente,
construido con aire, fuego y agua.

El espectro más visible sobre el arco
de los siete colores principales
era un pasaje que unía Cielo y Tierra,
hundiendo sus extremos bajo las raíces
del árbol central del universo,
cerca del cual se hallaba un manantial
cuyos enemigos, los gigantes del hielo,
lo usaban para entrar secretamente
a los inviolables espacios del entorno.

Cuando los dioses buscaron un guardián
de buen carácter, fidedigno y resistente,
pensaron en el hijo de las olas,
para confiarle tan delicada misión.

Era Heimdall tan sensible que,
con todos los sentidos aguzados,
oía crecer la hierba en las colinas
y la lana en la piel de las ovejas;
veía a cien millas de distancia
en días despejados o lluviosos,
incluso en las noches tormentosas.

Dormía menos que los pájaros
por ser luminiscente y delicado,
y mostraba su dorada dentadura
sobre el corcel de crines amarillas,
mientras cruzaba el luminoso puente
que abarcaba diferentes mundos.

Su palacio podía contemplarse
en el más encumbrado pasadizo,
a donde llegaban las divinidades
que querían agasajarlo diariamente
y beber el aguamiel que les brindaba.

Todos apreciaban su sabiduría,
y unido al mar por sus enormes madres,
los islandeses lo adoraban con agrado.
Éste, día y noche vigiló el sendero
que llevaba hacia el sagrado sitio,
impidiendo llegar a los intrusos
hasta el secreto resguardo de los dioses.

Sin descartar su reluciente espada,
Heimdall tuvo además una trompeta
que anunciaba a todas las criaturas
el dónde y cuándo de la última batalla.

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