EL REINO
SUBTERRÁNEO
Situado muchos
metros bajo tierra,
sólo era posible
entrar en él
después de largo
y fatigoso viaje
por los curvos y
ásperos caminos
de las abruptas
regiones boreales.
Su puerta
principal quedaba lejos
de la violenta
población humana,
y hasta Hermod el veloz era incapaz
de llegar antes
de las nueve noches
a su glacial
vestíbulo,
donde había un
puente de cristal
enarcado con el
oro de la Tierra
y apenas
sostenido por un pelo.
La vigilaba un
espantoso esqueleto
que cobraba un
porcentaje
de la sangre que
llevaban los viajeros,
si cruzaban en
caballos y carretas
donde hubiera
sido levantada
la pira
funeraria de las razas nórdicas.
Después de
traspasar el puente
los peregrinos
quedaban en la nada,
salvo unos
arbolillos recubiertos
con hojas
semejantes al acero.
Arribaban al
umbral macabro
donde un perro
feroz y ensangrentado
los miraba desde
su agujero.
Era tan temido
que todos los espíritus
le daban
pasteles para entretenerlo,
algo bueno si el
donante había calmado
la fatiga y la
sed de los humildes
en su breve
periplo por la Tierra.
Un aire helado
se sentía por dentro
y en plena
oscuridad podía escucharse
el hervor de un
caldero gigantesco,
lo mismo que el
rodar de los glaciares
entre ríos que
llevaban como cauce
turbias aguas de
espadas puntiagudas.
Allí estaba el
palacio de una diosa
cuyo plato
principal era la hambruna,
los cubiertos la
avaricia insana
y la cama el
pesar y la tristeza;
una sucia
doncella era el descuido
y su novio la
mugre y la molicie;
el fracaso
reinaba en el umbral
y en sus
cortinas las conflagraciones.
El recinto tenía
muchos salones
donde la diosa
recibía los visitantes:
perjuros,
asesinos y cobardes
que fallecían
sin brindar su sangre.
Las muertes por
vejez o enfermedad
se llamaban sin
más muertes de paja,
pues los tálamos
del mundo, se decía,
eran hechos de
tan burdo material,
inapropiado para
los valientes
de la fría y
audaz Escandinavia.
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