QUINCUAGÉSIMO
YO
Al
bajar los dioses a la Tierra
tomé
posesión de varias islas
entre
España y Centroamérica,
al
ver que las selvas parecían
esmeraldas
dispersas por el suelo,
las
flores entregaban sus perfumes,
el
ganado pastaba en las llanuras
y
las fuentes primigenias simulaban
cristalinos
senderos del entorno.
Pronto
descubrí unos pobladores
inteligentes
y recién llegados,
sin
gobierno y formación social,
que
ignoraban las voces más sencillas,
incluyendo
las propias de su tierra.
Crucé
bosques, oteros y sembrados
antes
de seguir hacia las cumbres,
donde
hallé una joven prisionera
de
mirada orgullosa y penetrante,
que
despertó mis ansias amorosas
con
su flexible y torneado cuerpo.
De
diez hijos, Atlante fue el primero.
Entonces
decidí que el archipiélago
llevaría
el nombre de mi primogénito,
declarándolo
con mis otros vástagos
gobernador
de tan hermosas islas.
Los
diez las regirían en conjunto
de
manera equitativa y solidaria.
Explotaron
los recursos naturales,
siendo
industriosos en tecnología
y
cultos en la ciencia y en el arte.
Una
urbe de círculos concéntricos,
detrás
del montículo y las aguas
fue
su inicial y más bella creación.
La
ciudad irradiaba como un astro
de
marmórea y tricolor arquitectura,
engalanando
sus enormes puertas
con
enchapados de celeste brillo
e
innumerables piedras finas.
Alrededor
del pináculo embrujado
las
nubes danzaban juguetonas,
y
una efigie de mi regia anatomía
se
alzaba triunfadora hacia lo alto
sobre
un carro sirgado por delfines.
En
los puentes colgantes de los círculos
cien
jardines adornaban las cascadas
que
descendían por las arboledas;
observatorios,
academias y museos,
bibliotecas
y colegios demostraban
que
Atlántida era un foco universal
del
comercio, las ciencias y las artes.
Comuniqué
la cima con el mar
y
construí muelles en los círculos
para
desarrollo de la economía
y
asombro de los visitantes,
que
admirados de tanta maravilla
loaban
sin fin cuanto veían:
la
frescura de la brisa mañanera,
el
abigarrado comercio artesanal,
los
concursos, las fiestas culturales
y
la sapiencia de los gobernantes.
En
esas celebraciones quinquenales
deliberaba
con mis consejeros,
mientras
nobles y ricos hacendados
donaban
toros de lustrosa piel,
que
guardaba con rigor y esmero
en
la parte secreta de los templos,
antes
de iniciar las ceremonias
donde
diestras y fornidas manos
doblegaban
las bestias ritualmente
hasta
dejarlas tendidas en el suelo.
Enseñé
a los mayas y a los incas
formas
de construcción piramidal,
igual
que el proceso metalúrgico,
el
desarrollo de la nueva astronomía,
la
medicina y demás ciencias,
llevánolas
también hacia Egipto
donde
reinamos numerosos años.
Estimulé
la lectura y la escritura,
las
matemáticas y sus complementos,
la
arquitectura, las leyes y el civismo.
Paz
y prosperidad fructificaron
bajo
la sombra de una flota inmensa,
maniobrada
por un moderno ejército
que
ni Marte se atrevió a enfrentar.
Una
infausta mañana, sin embargo,
mis
diez hijos miraron hacia el mar,
y
se embarcaron a lejanas tierras
en
pos de las tribus amerindias,
la
nueva Europa (sobre todo Grecia),
sin
descartar el continente asiático.
En
Atenas volaron tantas flechas
que
el firmamento se opacó en el acto,
y
los caballos, como truenos del Olimpo,
galoparon
bajo el brillo de armaduras
que
cegaban los islotes y las aguas,
las
playas solitarias y los puertos.
Las
lanzas enemigas se tornaron
como
duras espigas en los campos,
y
mis hijos, finalmente derrotados,
azotaron
de nuevo los caminos
de
las vastas llanuras oceánicas.
Oleadas
calientes y ambiciosas
engulleron
barcos y guerreros
como
frágiles trocitos de papel;
la
tierra tuvo graves convulsiones
y
el océano rugió de costa a costa
en
su cuenco de rocas y montañas.
El
planeta voló en diez mil pedazos
abriendo
abismos de fatales grietas,
con
caninos de magma entre su boca,
mientras
los mares, tozudos y violentos,
sepultaban,
sin tregua y sin piedad,
eso
que tanto me costara un día
por
mi codicia de poder divino,
en
esa hora de vientos malhadados
que
hinchó sus velas y los vio partir.
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