EL NAUFRAGIO DEL SIRIO
Después
de tanto tiempo ningún viviente queda
para
narrar el horror de aquel infierno
envuelto
en esperanzas, bravuras y vilezas,
suficiente
para recordar ese 4 de agosto de 1906,
cuando
el Sirio, poderoso trasatlántico
italiano,
que
había zarpado de Génova dos días antes,
se
hundió sin atenuantes muy cerca de la costa
frente
a la ciudad de Cartagena (España),
con
casi un millar de personas en su vientre.
Se
salvaron cerca de 600, mientras perecían
sepultadas
por las aguas más de 250,
en
su mayoría gente humilde, con destino a Brasil
y
Argentina, en busca de mejores aires.
También
un selecto grupo de diplomáticos,
artistas
y clérigos de distintos países europeos.
Nadie
explicó por qué en una tarde soleada,
con
plena visibilidad y mar calmoso,
el
cobarde capitán Piccone no evitó la colisión,
igual
que ninguno de sus oficiales,
desviando
la derrota hacia zonas más seguras
sin
escollos invisibles y mortíferos.
El Sirio empotró contra el “Bajo de Fuera”,
roca
que vigila a flor de agua
registrada
en las cartas de navegación
como
un pico de cordillera submarina
entre
Cabo de Palos y las Islas Hormigas.
El
desventurado buque inició su balanceo
antes
de que explotaran las calderas,
y
el casco, finalmente, se partiera en dos.
Afirman
los testimonios de horas crueles
cuando
los aterrados e inexpertos pasajeros,
llevados
por su afán de supervivencia,
destrozaron
varios botes salvavidas,
y
donde la generosidad de unos cuantos
rechazaron
las posibilidades de salvación
en
favor de los más débiles.
El
ya nombrado capitán Piccone,
acompañado
de toda la oficialidad,
fue
el primero en abandonar la nave,
dejando
a los demás tripulantes y viajeros
a
merced de la tragedia y el desastre.
Sólo
Miguel, un valiente pescador alicantino
que
tensaba a esa hora los cabos de su laúd,
se
propuso rescatar los náufragos,
igual
que otros que lucharon fieramente
para
llevar a tierra numerosas víctimas.
Tal
el caso de Vicente Lacambra y Tío Potro,
entre
los muchos que hoy no recuerda España.
Numerosos
ahogados regresaron a la playa
cubiertos
con su traje de algas y silencio;
mientras
tanto el viejo faro, avizor y solitario,
aún
rinde homenaje en una placa
a
Vicente Buigues y sus valientes marinos,
esperando
recibir desde tierra una oración
que
salve sus hazañas del miserable olvido.
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